martes, 2 de julio de 2013

Edicion Junio del 2013

Esta es la octava edición de nuestra revista. Queremos desearles muchos éxitos a los escritores que nos han enviado sus obras y que todos disfruten de estos textos.

Oficina de edición de la revista 7-12-85

El monstruo
Daniel Ospina

Contemplaba la idea de perder a la mujer de su vida, y esa idea no le agradaba para nada, por lo que estaba decidido a plasmar las mejores ideas en la hoja la cual contemplaba con impaciencia. La inspiración llego como el primer rayo de una tempestad, y quizás con la misma fuerza.
El autor en un éxtasis de felicidad, levanto la espada de madera y grafito con la que cortaba la crueldad de los espacios vírgenes y malvados de las hojas en blanco, pero se detuvo a unos casi perfectos diez centímetros de la hoja.
Este autor se dio cuenta que desde que la mujer había llegado a su vida, los espacios en blanco de la mayoría de sus hojas, descansaban plácidamente sobre la mesa de noche de su amada, llenas hasta el pie de página de palabras, de afectos y poemas mal hechos, de dibujos estúpidos y de canciones a medio terminar.
El autor se aterrorizo con el monstruo devorador de creatividad y mente, con el paracito que había infectado por completo su mente, este ser que compraba al precio más bajo sus besos. Infinidad de palabras que debieron haber sido bellos textos.
El artista arrepentido, arremetió furiosamente contra la hoja de papel, dejando en ella las únicas tres palabras que habían sido solo de él y jamás de ella; tres ideas, tres ratas con peste negra camino a la inocente he engreída Europa.
Allí yacía una declaración de independencia que solo contaba con una firma, una idea en tres contenedores frágiles, una última oración al ídolo amado, un simple “te vi perra”.


LA MUERTE DEL DUENDE
Luis Felipe Lengua Mendoza

Todos le gritábamos –hijueputa duende,  quítate  antes  de  que  te  atropellen – mientras le tirábamos latas de cerveza en la cara  pero  él  no  reaccionaba,  seguía  allí  parado  con  su  termo  lleno  de  una  bebida  alcohólica  rara  que sólo él podía tomar y su pañuelo que usaba para guiar a los conductores,  que lo único que hacían era gritarle –quítate estúpido  –pero él seguía allí  ensimismado en su oficio no pagado y mal agradecido  por  todos. Un  día,  todos  estábamos  sentados esperando  a  que  llegara  el duende  pero  no  llego,  así  que  fuimos  a  buscarlo  pero  cuando  lo  encontramos estaba tirado en la calle,  muerto  al  parecer de un infarto,  pero,  eso  no  fue  lo  que  nos  preocupó, fue  en  donde  íbamos  a encontrar  un ataúd  tan  pequeño.


Ojala
Luis Felipe Lengua Mendoza

Ojala pudiera retroceder el tiempo, así te podría haber evitado tanto sufrimiento.
Ojala yo supiera todo sobre medicina y así poderte evitar todas tus enfermedades.
Ojala tuviera toda la fuerza del mundo, así nadie te podría hacer ningún tipo de daño.
Ojala te pudiera salvar de todo y de todos pero solo te puedo prometer que siempre
Estaré a tu lado cuidándote como tu ángel guardián tato en las buenas como en las malas
Hasta el día de mi muerte y después de ella seguiré haciéndolo pues te quiero
Solo por el simple hecho evitarme sufrimientos, enfermedades, daños
Por a verme defendido de todo y de todos.
En resumen te quiero por existir.


ROSAS ROJAS
Gonzalo Salesky

En la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz –que por su ropa parecía ser el taxista– le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.
Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Entramos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.
Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.
Unos minutos más tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.
Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas.
Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía.
Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos.
Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que aceptara.
Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué:
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.


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