Esta es la octava edición de
nuestra revista. Queremos desearles muchos éxitos a los escritores que nos han
enviado sus obras y que todos disfruten de estos textos.
El monstruo
Daniel Ospina
Contemplaba la idea de perder a la mujer de su
vida, y esa idea no le agradaba para nada, por lo que estaba decidido a plasmar
las mejores ideas en la hoja la cual contemplaba con impaciencia. La
inspiración llego como el primer rayo de una tempestad, y quizás con la misma
fuerza.
El autor en un éxtasis de felicidad, levanto
la espada de madera y grafito con la que cortaba la crueldad de los espacios
vírgenes y malvados de las hojas en blanco, pero se detuvo a unos casi
perfectos diez centímetros de la hoja.
Este autor se dio cuenta que desde que la
mujer había llegado a su vida, los espacios en blanco de la mayoría de sus
hojas, descansaban plácidamente sobre la mesa de noche de su amada, llenas
hasta el pie de página de palabras, de afectos y poemas mal hechos, de dibujos
estúpidos y de canciones a medio terminar.
El autor se aterrorizo con el monstruo devorador
de creatividad y mente, con el paracito que había infectado por completo su
mente, este ser que compraba al precio más bajo sus besos. Infinidad de
palabras que debieron haber sido bellos textos.
El artista arrepentido, arremetió furiosamente
contra la hoja de papel, dejando en ella las únicas tres palabras que habían
sido solo de él y jamás de ella; tres ideas, tres ratas con peste negra camino
a la inocente he engreída Europa.
Allí yacía una declaración de independencia que solo contaba con una
firma, una idea en tres contenedores frágiles, una última oración al ídolo
amado, un simple “te vi perra”.
LA MUERTE DEL DUENDE
Luis
Felipe Lengua Mendoza
Todos le
gritábamos –hijueputa duende,
quítate antes de
que te atropellen – mientras le tirábamos latas de
cerveza en la cara pero él
no reaccionaba, seguía
allí parado con
su termo lleno
de una bebida
alcohólica rara que sólo él podía tomar y su pañuelo que
usaba para guiar a los conductores, que
lo único que hacían era gritarle –quítate estúpido –pero él seguía allí ensimismado en su oficio no pagado y mal
agradecido por todos. Un
día, todos estábamos
sentados esperando a que
llegara el duende pero
no llego, así
que fuimos a
buscarlo pero cuando
lo encontramos estaba tirado en
la calle, muerto al
parecer de un infarto, pero, eso
no fue lo
que nos preocupó, fue
en donde íbamos
a encontrar un ataúd tan
pequeño.
Ojala
Luis
Felipe Lengua Mendoza
Ojala
pudiera retroceder el tiempo, así te podría haber evitado tanto sufrimiento.
Ojala
yo supiera todo sobre medicina y así poderte evitar todas tus enfermedades.
Ojala
tuviera toda la fuerza del mundo, así nadie te podría hacer ningún tipo de
daño.
Ojala
te pudiera salvar de todo y de todos pero solo te puedo prometer que siempre
Estaré
a tu lado cuidándote como tu ángel guardián tato en las buenas como en las
malas
Hasta
el día de mi muerte y después de ella seguiré haciéndolo pues te quiero
Solo
por el simple hecho evitarme sufrimientos, enfermedades, daños
Por
a verme defendido de todo y de todos.
En
resumen te quiero por existir.
ROSAS ROJAS
Gonzalo Salesky
En la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias,
había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de
los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos
puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien
recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en
ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de
resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del
todo, y el que golpeaba de manera feroz –que por su ropa parecía ser el
taxista– le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se
decidió a correr.
Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse
cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por
una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a
visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi
mano derecha.
Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y
casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el
mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma
pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy
lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de
pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada
y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre
desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera
un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude
soltarlo.
Entramos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por
primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con
cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos
hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de
todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en
su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la
caja.
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos
errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su
garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones
sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me
producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la policía. Tarde,
como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la
pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de
esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo.
Cuando todos se fueran, la abriría.
Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar.
Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi
cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos
datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no
había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta
mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario
a cargo de la investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su
vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados
entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.
Unos minutos más tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas
horas.
Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el
paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No
quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo.
El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme
por allí, para esperar el obvio desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día
bastante largo.
Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a
abrirla. De una vez por todas.
Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía.
Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera
capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo.
Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de
ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso
mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no
la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde
iba, empecé a buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo,
que parecía llevar algo pesado en sus manos.
Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el
contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber
cómo iba a convencerlo de que aceptara.
Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí
con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más
rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis
dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y
lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin
aliento, le di la caja y le indiqué:
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos
errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué
la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su
ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus
manos, como si fuera un maldito trofeo.
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